Un proyecto en verso libre para una pintura roja y blanca sobre una ciudad imaginada

La ciudad es solo mía.

Solo tuya.

La hemos blanqueado completamente.

Se han empleado no sé cuántas toneladas de pigmento níveo.

Exterior e interior.

En cristales, metales, incluso, en personas.

Hemos pintado a la gente de blanco. Hemos blanqueado sus

personalidades.

Uniformados.

El banquero luce como el vagabundo. La ministra, como la limpiadora.

Ahora son iguales.

Miran a sus pantallas -esclavos-, y las pantallas son blancas.

Como sus párpados.

Cerrados por el miedo.

Las tiendas de ropa cara, las joyerías, los hoteles de cinco estrellas,

ya no son nada.

Son blancos.

Blanco nuclear, blanco nieve.

Pero el blanco más blanco, el que los esquimales llamen blanco puro:

ese.

El asfalto es puro blanco, las aceras también.

Las escaleras, los buzones, las farolas, las barandillas, los balcones.

Las palomas que vuelan. Los gatos que maúllan. Los perros

callejeros.

Inmaculados.

Y después, el color.

Terrible.

Una vez que el mundo se tornó albino; comenzamos a pensar.

Tabula rasa.


Foto del autor. 2022

Ahora sí.

Sin publicidad, sin rótulos, sin imágenes, sin grafitis.

Sin rostros.

Solo quedaron las formas de la ciudad: arquitectónicas y orgánicas.

Vegetales también.

Los árboles, el césped; todo era blanco aún.

Infinito.

Más aún que la Siberia invernal, que la Alaska profunda, que el Ártico.

Entre esa blancura -contra esa blancura-, aparecimos teñidos de rojo.

Al completo.

De un rojo intenso, rojo sangre.

Casi negro.

Del rojo que bulle de la herida de bala de un animal abatido.

Nos cubrimos de ese rojo, de esa sangre.

Éramos dos y andamos por la ciudad cana, dejando nuestras huellas.

Huellas sangrientas.

Esa imagen se fue grabando en la mente hueca del banquero.

En la imaginación psicótica del vagabundo.

La ministra lo percibió. También la limpiadora.

Ellas trasladaron el mensaje al resto.

En silencio.

El iris, la lengua. Guardaban su color original.

Las gentes comenzaron a abrir los ojos.

Para ver algo más.

A abrir las bocas.

Pero no para hablar.

No hacía falta, ni siquiera, emitir sonidos.

Solo necesitaban gesticular.

Una danza perversa de millones de personas mudas mostraba con

regocijo su dentadura amarillenta, su úvula rosácea.

Los radicales, los más extremos, dispusieron sus vísceras a la vista

de todos.

Delicados harakiris.

Rojo contra blanco.

Mostrando el color infinito de la naturaleza.

Aprehendiendo a vivir desde la no vida.

Y empezó algo nuevo.

Nosotros dispusimos el escenario.

Abrimos el camino al vacío.

El resto fue cosa vuestra.

Salvajes.